Fuente:
Acta Sanitaria - El Mirador - Dr. Juan Gérvas.
Introducción
Cuando lo hacemos bien podemos hacerlo tan bien que
el paciente llegue a intentar besarnos la mano al comprobar los “milagros
laicos cotidianos” que logramos. Lamentablemente, dejamos de hacerlo bien por
el desarrollo de la estadística mal interpretada de los ensayos clínicos y por
el énfasis en una falsa prevención. Nos creemos científicos y tendemos a dejar
de ser sanadores capaces de “milagros laicos cotidianos”. Vamos de sanadores a
curanderos y terminamos en magos que prometemos imposibles, como la vida eterna
en la Tierra, y así acabamos en comerciantes con intereses predominantes en
hacer negocios
http://equipocesca.org/enfermedad-ciencia-y-ficcion/
En esta lógica, parecería que lo clave fuera la
calidad técnica y que la calidad humana fuese sólo un adorno. Parecería que lo
importante es la ciencia y la técnica, como si la humanidad, la irracionalidad,
el arte y la armonía fueran ajenas al ejercicio del médico. Pero el médico no
es un técnico, sino un sanador con fundamento científico y en este sentido se
debería gobernar su actividad clínica
http://equipocesca.org/gobierno-clinico-de-la-clinica-diaria/
Al desprestigiar la necesaria función del médico
como hacedor de “milagros laicos cotidianos” caemos en la técnica fácil, en las
guías y algoritmos y en los programas “verticales” y por ello hay un exceso
preventivo y un defecto curativo. Por ejemplo, los protocolos y las tablas de
riesgo, los múltiples factores de riesgo y las nuevas vacunas nos dan impresión
de omnipotencia preventiva. En la idea de que todo se puede prevenir, lo
imprevisible nos desborda, desde una neumonía a una enfermedad de Parkinson
pasando por un lupus eritematoso y una gripe. Buscamos como fin la juventud
eterna, “luchamos” por ella y perdemos la oportunidad de ayudar, acompañar y a
veces sanar a los pacientes.
Pretendemos ignorar que, cuando un médico ejerce de
médico, puede parecer un dios. Pretendemos ignorar que los “milagros laicos
cotidianos” son fundamentales para los pacientes y sus familiares, para la
comunidad y para la sociedad. También son importantes para el profesionalismo,
para la entrega a la sagrada tarea que es el trabajo del médico.
Para hacernos idea de esos “milagros laicos cotidianos”
presento unos casos clínicos relatados en primera persona, experiencia directa
de colegas varios. El lector tendrá muchos más. Se han cambiado los detalles
necesarios para hacer imposible la identificación de los pacientes, pero son
reales las situaciones y casos clínicos descritos.
Un paciente con infección de oído
[Médico mujer en la periferia de la ciudad, en
un centro de salud] La sala de espera estaba llena con una tribu gitana
bien conocida. Acudían esta vez en tropel y agitados, incluso venía el
patriarca. Buenas personas y con una larga y excelente relación conmigo, me
preocupó verlos tan nerviosos. Aguardaron su turno y en su momento entró José,
de 28 años, con su mujer y sus tres hijos y con su madre (la puerta se quedó
abierta, con la familia que no cupo, intentando seguir el desarrollo de la
consulta). Tenía mal aspecto, apagado. Llevaba una semana con dolor del oído
izquierdo y fiebre alta. Se lo había lavado con múltiples soluciones caseras
(aceite de oliva, coñac, agua caliente, etc) y al final tomó antibiótico que le
dio una vecina. Le supuraba y le dolía intensamente. A la exploración no pude
visualizar el tímpano, por el acúmulo de pus y detritus, pero me alarmó
sobremanera la tumefacción periauricular y el dolor a la exploración de la
mastoides y del resto del temporal. No había grandes alteraciones neurológicas,
pero sí una cierta ptosis parpebral superior (el ojo izquierdo parecía más
pequeño que el derecho). Recomendé el inmediato traslado a urgencias
hospitalarias con sospecha de mastoiditis y peligro de abceso en peñasco. Hablé
con el patriarca para lograr su colaboración. Al día siguiente supe que nada
más llegar a urgencias José había entrado en coma y que tuvieron que hacer
limpieza quirúrgica a fondo, por el abceso. La familia me quería besar la mano
al reconocer la oportunidad de la recomendación del ingreso.
Una mujer cuyo padre murió
recientemente
[Médico en un consultorio rural, varón, solo,
sin apoyo administrativo ni enfermero] En horario de tarde, ya al final. En
la sala de espera vacía sólo queda una joven desconocida. No sabe si la voy a
atender, pues ha llegado después del horario de consulta, prolongado sólo por
ir con retraso. Es una paciente que acude por primera vez, una joven madura,
apuesta, muy pintada y resuelta, como advierto mientras le doy la mano y la
invito a pasar. Le preocupa una mancha en la espalda, de hace años pero que le
han dicho que está creciendo. Se asombra que me ofrezca a quitársela en el
momento pero acepta encantada. Pongo la anestesia local y vuelve de nuevo a la
sala de espera a dar tiempo para que haga efecto. Le dejo el texto que doy a
los nuevos pacientes en que se describe un poco mi filosofía de trabajo, las
rutinas de la consulta y mi currículo. Tumbada boca abajo en la camilla y mientras
procedo a extirpar el nevus de la espalda, rompe a llorar inesperadamente.
Entrecortadamente relata que ha leído en mi nota el párrafo sobre “ayudar a
bien morir” y le ha recordado la reciente muerte de su padre, por cáncer. Está
conmovida al recordar vívamente que la sedación terminal se aplicó sin que él
lo supiera. Se arrepiente y le agobia. Mi mano en su hombro ayuda a que se
calme. Doy cuatro puntos y seguimos hablando de la muerte y del papel de los
médicos, del sistema sanitario y de la deshumanización de la atención. La dejo
hablar y llorar. Se calma. Sale de la consulta nueva. No sabe cómo agradecer
estos momentos que le han devuelto la paz interior.
Un veterinario con cuadro gripal
[Médico mujer, en centro de salud urbano]
Aquel paciente era conocido pero acudía poco a la consulta, en total tres veces
en los últimos cinco años. Entró como siempre, muy cortés tras el saludo ritual
en la puerta y el darnos la mano. Se le notaba preocupado. “Llevo cinco días
con fiebre de 39ºC, un dolor de cabeza como nunca y las articulaciones y los
músculos como si me hubieran dado una paliza. Parece gripe, pero estamos en
verano, así que no sé qué pensar”. De profesión veterinario, trabajaba en la
sanidad pública, en labores administrativas. “¿Ha estado últimamente con
animales?”. “Sí, hace una semana, con un amigo, de visita en una explotación
ganadera. Pero, ¿cómo se le ha ocurrido?”. “Probablemente tiene una fiebre Q.
Se curará con doxiciclina”. Tras la entrevista y la exploración, al confirmar
el diagnóstico de sospecha, el paciente me dijo: “Insisto, ¿cómo ha llegado tan
pronto al diagnóstico?”. “No es de certeza. Vamos a aprovechar que hoy toman
muestras de sangre aquí mismo y se hace un análisis, pero ya empieza con el
tratamiento. Si quiere saber todo, el mes pasado un amigo mío cazador terminó
ingresado con un cuadro de comienzo muy similar que acabó en encefalitis grave,
parece que por una picadura de garrapata en el campo”. Cuando llegó el
resultado se confirmó el diagnóstico. Llamé al paciente, estaba recuperado y
agradecidísimo, encantado de haber elegido a la Seguridad Social en lugar de
seguro privado (en MUFACE).
Dos hermanas menores de edad
[Médico varón, centro de salud urbano]
Conocía a las dos hermanas pero nunca habían venido solas, siempre con su madre
y en alguna rara ocasión con el padre. Le di la mano a la mayor (ya con sus
dieciséis años exhibía sus pechos con excesiva “arrogancia”) y un beso a la
pequeña (con doce años todavía era una niña, aunque su madre me había comentado
hacía tiempo que ya había reglado). Se sentaron con mucha corrección y tras la
cortesía de rigor y la pregunta inicial (“¿Qué os trae por aquí?”), tomó la
palabra la mayor, mientras su hermana se encogía, literalmente: “Pues ya ves,
que mi hermana dice que tiene los labios menores de la vulva muy desarrollados,
que no es normal, y está muy preocupada y avergonzada”. Miré a la aludida con
cierto grado de sorpresa, pues seguía siendo casi la misma niña que yo había
visto por última vez hacía un par de años y le dije “Pasa a la camilla, detrás
del biombo, y déjame ver. Por favor, dale la mano a tu hermana para que estés
más tranquila”. La exploración fue rápida y la conclusión (dicha con un tono de
quitar importancia) también “Tienes una vulva normal. Los labios protegen la
entrada a la vagina, y en su día ayudarán en las relaciones sexuales. No andes
preocupada que a nadie asombrarán tus labios, son de lo más normal. De paso
vamos a hablar un poco sobre la regla y sobre la higiene y salud sexual, que ya
eres una adolescente y no una niña”. Cuando volvió a sentarse se había
transformado, como un mariposa recién salida del capullo. Repasamos lo más
común de la higiene y salud sexual y dejé abierta la puerta para sucesivas
consultas sin presuponer ninguna orientación sexual específica (uno no sabe
nunca). Se despidieron con dos besos cada una, la mayor agradecida en el alma,
la pequeña todavía un poco encogida pero con la mirada iluminada.
Una paciente ingresada por
intento de suicidio
[Estudiante de sexto de medicina, en prácticas
en salud mental, camas de hospitalización de un gran hospital] “Pero Marta,
¡no te había visto desde el Instituto!” Marta, 20 años, se había tomado una
caja de diacepán la noche anterior y la trajo a urgencias una compañera de
piso. Era la segunda vez que intentaba suicidarse. Lo último que esperaba Marta
era encontrarse allí a Andrés. Tardó en identificarlo y desde su posición
horizontal en la cama se sintió muy indefensa. Andrés había sido su
pretendiente perpetuo, al que siempre había dado calabazas. “Lo siento, lo
siento”, dijo Marta. “No hay nada que sentir, aquí soy como un médico, tengo
que aprender a comprender a pacientes como tú”. “Si quieres ayudarme, por favor
logra que me dejen dormir, llevan toda la mañana de visitas de médicos y de
estudiantes, cada cual más inquisidora”. “Hecho”. Efectivamente, Andrés habló
con las enfermeras de planta, los médicos, los otros estudiantes y hasta con
las limpiadoras y logró que hubiera una tregua al menos “hasta después de la
siesta”. Andrés se quedó a los pies de Marta, sentado muy recto, con su móvil
en silencio, sin hablar ni decir nada. Marta se durmió. Despertó bruscamente,
asustada. En seguida vio a Andrés. “Andrés, dame la mano, por favor, he tenido
una pesadillo horrible, me asaltaban unas ratas monstruosas para comerme. ¡Qué
suerte que estés aquí!”. Andrés le dio profesionalmente la mano a Marta, quien
volvió a dormirse de inmediato. Después de la siesta todo volvió a la rutina y
Andrés se fue de viaje aprovechando la Semana Santa. Años después, Marta
encontró a Andrés en un restaurante y le pidió hablar en un aparte. “Andrés,
nunca podrás imaginar la vida que me diste con tu apretón de manos cuando
estuve ingresada. Me gustaría verte otro día con tranquilidad, dame el teléfono
por favor”. Y, antes de que Andrés lo pudiera evitar, Marta le besó la mano.
Una paciente con diabetes
complicada
[Médico mujer, en el domicilio de la paciente]
Conchita era vieja conocida, una diabética de toda la vida. Cumplía más o menos
bien con regímenes y medicaciones. Siempre había sido muy alegre. A los 65 años
la situación se complicó con un infarto de miocardio masivo. Tras el largo
ingreso la vuelta a casa fue un alivio. El informe no podía ser más negativo,
una insuficiencia cardíaca grave, fallo renal, arteriopatía generalizada y
difícil control metabólico. El marido estaba jubilado y en casa vivía el hijo
menor, mecánico de profesión y buen actor aficionado de teatro. Hablé con los
tres para plantear el seguimiento. No quería más ingresos, sino ser atendida en
casa “hasta el final, que tiene que estar cerca, ya no puedo ni levantarme de
la cama”. Les di mi teléfono, por si acaso y comencé a visitarla a diario pues
calculé que su situación era de paciente terminal grave. El padre y el hijo se
turnaban para atenderla, para que siempre hubiera alguien al lado cuando
quisiese moverse. Duró una semana. El marido me llamó al final de la madrugada
y pasé por su casa antes de empezar la consulta. Ya había familiares y amigos
en el improvisado velatorio. “Cuando yo misma muera quisiera que me atendieran
un esposo y un hijo como han atendido a Conchita”, dije en voz alta mientras me
tomaba un café en el comedor, a la espera del certificado de defunción”. El
marido lo agradeció, pues además lo habían oído todos los presentes y contestó:
“A mi me gustaría que usted me atendiera cuando yo mismo vaya a morir, ¡que
dios la bendiga!”.
Epílogo
Repito: “Pretendemos ignorar que, cuando un médico
ejerce de médico, puede parecer un dios. Pretendemos ignorar que los “milagros
laicos cotidianos” son fundamentales para los pacientes y sus familiares, para
la comunidad y para la sociedad. También son importantes para el
profesionalismo, para la entrega a la sagrada tarea que es el trabajo del
médico”.
Si los médicos ejerciéramos de médicos las industrias
tendrían que hacer de tales y a lo mejor teníamos ya una vacuna eficaz contra
el paludismo y cirujanos en África. Ahora el mundo está al revés, la medicina
tiene un “déficit curativo” y los médicos pretendemos ejercer de
científicos-técnicos dilapidando recursos en una prevención nihilista que sólo
beneficia a las industrias (farmacéuticas, alimentarias, tecnológicas y de
servicios).
¡Pobres médicos! ¡Pobres pacientes! ¡Pobre
Humanidad!