El ejercicio previene enfermedades cardiovasculares, neurodegenerativas y hasta cánceres, y sirve a cualquier edad. / Consuelo Bautista
Las tres formas de morir de viejo
Se
juntan un cardiólogo, dos neurólogos, una oncóloga y un experto en
envejecimiento y ocurre que se ponen de acuerdo. No es un chiste. En ciencia a
veces se dan estos milagros, como se puso de manifiesto ayer en una sesión
sobre envejecimiento en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC).
La mezcla de especialistas no era casual. A partir de los 75 años, cánceres,
enfermedades cardiovasculares y neurodegenerativas representan el 61% de las
causas de fallecimiento de los españoles, según reflejan los datos del
Instituto Nacional de Estadística (INE). La idea que subyace es que el
envejecimiento es, en sí mismo, una enfermedad, y que las otras son
manifestaciones de una base común. Algo que geriatras y profanos sospechábamos
hace tiempo.
Dirigió
la sesión Valentín Fuster, director del CNIC; los neurólogos eran Samuel Gandy,
descubridor del primer tratamiento contra el alzhéimer, y Vladímir Hachinski,
presidente de la Federación Mundial de Neurología; la oncóloga, María Blasco,
directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), y el
experto en envejecimiento, otro miembro del CNIO, Vicente Andrés, quien ha
estudiado la progeria, la enfermedad de envejecimiento prematuro.
No fumar, tomar menos calorías y hacer
ejercicio es el mantra de la salud
Fuster,
anfitrión del encuentro ante la Reina y el patronato de la Fundación Pro CNIC,
en el que participa el grupo PRISA, editor de EL PAÍS, situó el debate entre
dos parámetros: cuánto podemos llegar a vivir los humanos (y, sobre todo, cómo)
y cuáles son las bases moleculares y genéticas del proceso del envejecimiento y
de las enfermedades que lo culminan. “En una década, la supervivencia media de
los estadounidenses se ha alargado seis años”, dijo Fuster. “En 2030 la edad
media a la muerte será de 90 años, con una franja que va de los 76 a los 106”,
señaló. El aumento de la supervivencia es una constante en los países ricos (y
también en los demás, gracias al mayor control de las enfermedades
transmisibles, las infecciosas). En España, por ejemplo, se ha pasado de una
esperanza de vida al nacer de 80,9 años en el año 2006 a 82,1 en 2011, también
según el INE.
El
límite de supervivencia humana no está claro. Y si hay algo que odien los científicos
es que les pidan que especulen. Así que poner un tope a este proceso es
complicado. “Lo único que sabemos es que una mujer ha vivido hasta los 127 años
y un hombre hasta los 116”, dijo Hachinski. Y eso demuestra que ese límite es
posible y que puede aumentar. El reto es que sea en condiciones aceptables. Y
que, además, se puede conseguir un envejecimiento saludable. Fuster puso el
ejemplo de un paciente de 106 años que llegó a su consulta para pedirle que le
ayudara a programar “sus actividades futuras”
Samuel Gandy, neurólogo; Valentín Fuster, cardiólogo; Vladimir
Hachinski, neurólogo;
María Blasco y Vicente Andrés, oncólogos, con la
reina Sofía. / ballesteros (efe)
Porque no se trata de añadir años
sin más a la vida (o a la agonía si las cosas vienen mal dadas). Si hay algo en
lo que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es en que quiere vivir lo más
posible, pero con ciertas garantías de calidad. Y ahí es clave la capacidad
intelectual. “Tenemos técnicas para hacer que el corazón dure. ¿Y el cerebro?”,
preguntó Fuster. Hachinski fue tajante: “Va a ser mejor”. Aunque esto no será
gratis. Para ello “hay que ejercitarlo”. “La mejor manera de conservar un órgano
es usarlo, y si además lo protegemos…”.
Hay
que reconocer que al llegar al asunto de la prevención —de todo, del
envejecimiento en general y de cada enfermedad en particular— el debate amenaza
siempre con desinflarse. A estas alturas, que alguien insista en que los
factores de prevención cardiovascular son hacer ejercicio, dejar de fumar e
ingerir menos calorías casi crea rechazo a base de repetirlo —como señaló
Samuel Gandy—. Pero esta casi obviedad adquirió en la sesión un giro atractivo:
no se trata solo de factores de prevención para las enfermedades
cardiovasculares. Que preguntados Blasco y Gandy coincidan en su impacto en sus
respectivos campos es una muestra de que, en el fondo, “las claves del
envejecimiento y las enfermedades asociadas son muy pocas, y comunes”, como
dice Hachinski.
La
confirmación por parte de Blasco es contundente. De los reunidos, ella trabaja
quizá con lo más recóndito: los telómeros que se encierran en el núcleo de las
células, unidos inexorablemente al ADN. “Se trata de estructuras que protegen
los extremos de los cromosomas”, explica la directora del CNIO. “En cada
división celular se pierde una parte. Por eso podríamos decir que midiendo su
longitud en los embriones se podría predecir lo que va a vivir una persona”, aclara.
Y lo importante para el asunto del envejecimiento y su prevención es que
“incluso hay marcadores moleculares que permiten reflejar a ese nivel los
cambios de hábitos. Definitivamente, el estilo de vida se refleja en los
telómeros”, indica. La investigadora es capaz incluso de cifrar el impacto de
los factores de vida en lo que sucede con los telómeros. “El 20% es genético”
—y, por tanto, ahí hay, de momento, poco que podamos hacer, podría haber
añadido—. “Pero el otro 80% es ambiental”.
El objetivo es que el deterioro asociado
a la edad llegue tarde y dure poco
El
propio trabajo de Blasco es una prueba de esta relación entre distintas
enfermedades o procesos cuando llega el envejecimiento —“cuando las funciones
celulares se deterioran”, como ella misma define—. La investigadora empezó
estudiando los telómeros como parte del cáncer (a más largos en una célula
oncológica, más fácil que prolifere, porque están más protegidas), pero sus
últimos artículos ya hablan directamente de su incidencia en la supervivencia
del individuo e incluso acaba de publicar un trabajo —en ratones, eso sí— en
los que a base de protegerlos y alargarlos se han conseguido roedores más
longevos.
La
red de relaciones envejecimiento-enfermedades que los expertos empiezan a
vislumbrar se va tupiendo con otros hallazgos. “Aparte de factores como el
colesterol o el metabolismo, hemos descubierto que comparten un riesgo
genético”, dice Samuel Gandy. Él empezó trabajando en alzhéimer, pero al
estudiar sus factores genéticos se encontró con uno, el Apoe4, “que también
está presente en las enfermedades coronarias”.
Vicente
Andrés, director del laboratorio de Fisiopatología Molecular del CNIO, también
tiene su granito que aportar. Al estudiar “la devastadora progeria, que acelera
los procesos propios del envejecimiento en niños a partir de un año y medio de
edad y hace que mueran de viejos a los 13”, halló una mutación en una proteína,
la progerina. Y esta está presente también en los casos de envejecimiento de
adultos, porque si algo define el proceso de ir adquiriendo edad es que, desde
un punto de vista fisiológico, se pierde la capacidad para reparar ciertas
células o mutaciones. “Lo que sabemos es que hay una serie de procesos comunes
que son la esencia del envejecimiento, y que nos llevan por igual al cáncer,
las enfermedades cardiovasculares o el alzhéimer”, afirma Andrés.
El gen Apoe4 está relacionado con el
alzhéimer y las coronarias
Pero
unos científicos no lo serían si no quisieran ir más allá. Según vayan
conociéndose más marcadores (predictores) biológicos, la idea será extender las
pruebas para medirlos antes de que el envejecimiento comience. Al margen de
convencionalismos, de una manera puramente biológica puede decirse que este
empieza “cuando acaba el desarrollo”, dice Hachinski. Esto pondría la fecha del
comienzo del declive alrededor de unos amenazadores 20 o 30 años, que es cuando
el último de los órganos humanos acaba de formarse. Y este honor corresponde al
cerebro. Este hallazgo, por cierto, tiene gran parte de su fundamento en un
español, Santiago
Ramón y Cajal, que descubrió que, en contra de los que se creía hasta
entonces, el enjambre neuronal que lo forma no acaba de establecerse hasta
pasada la adolescencia.
Visto
con un punto de vista actual esto es lógico: ahora sabemos que el aprendizaje
depende de las sinapsis (conexiones neuronales), y las necesidades sociales y
biológicas han hecho que ese proceso se prolongue (por eso mismo cuesta tanto
aprender idiomas de mayor, por ejemplo). De hecho, como recalcó Blasco, la
renovación celular —no solo la de las neuronas— es continua. Cada 10 años los
seres humanos somos seres completamente nuevos: todas nuestras células han sido
sustituidas. Y ahí entran en acción las últimas estrellas de la biología: las
células madre. Por eso, Blasco apunta otra posible definición de
envejecimiento: el momento en que las mutaciones de las células madre las hace
incapaces de cumplir su tarea regeneradora.
Los telómeros definen el riesgo de
cáncer y la longevidad
Hachinski cree que lo lógico es
plantear que después del pleno desarrollo hasta el comienzo del envejecimiento
hay un proceso de mantenimiento. Es el momento de hacer pruebas de detección
precoz (de alzhéimer, de deterioro cognitivo, de longitud de telómeros, de
hipertensión, colesterol, diabetes) algo clave para procurar el objetivo que se
busca: que la fragilidad —la verdadera definición del envejecimiento, como
acaba de afirmar la Sociedad
Española de Geriatría—, llegue lo más tarde posible, dijo Fuster. La idea
es que ante el final inevitable, el proceso de deterioro previo se retrase al
máximo y que, además, dure lo mínimo. O lo que es lo mismo: dedicar el menor
tiempo posible a morirse o estar mal. “El problema que veo son las pruebas de
detección precoz, sobre todo por su coste”, añadió Fuster.
Gandy,
quien arrima el ascua a su sardina, apunta a que en un futuro no muy lejano se
podrían hacer pruebas de cribado para detectar el riesgo de alzhéimer. “Pero
habrá que empezar por ensayos pequeños, o perderemos la credibilidad”, afirma.
“Y tener cuidado con no confundirnos. Nos puede parecer que, por ejemplo, los
problemas de sueño son causa del alzhéimer o el párkinson, cuando a lo mejor
son su efecto”, dice. “Tenemos que desarrollar lo antes posible herramientas
para identificar de manera temprana los condicionantes biológicos que van a
llevar a la aparición de estas enfermedades”, añade Andrés.
Tanta
prueba solo tendría sentido si sirve para que cambiemos nuestros hábitos, añade
Fuster. Esto lleva de nuevo a la famosa trilogía de la prevención: alimentación
saludable, no fumar y hacer ejercicio. “Lo importante es que, sea a los 70 o a
los 80, nunca es tarde para cambiar”, resume el cardiólogo.
La
jornada, por cierto, se llamaba Controversias sobre el envejecimiento. Fue un
diagnóstico equivocado: lo único que no hubo fueron controversias.
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